El 18 de septiembre de 2014, los escoceses se enfrentaron a una pregunta: «¿Debería ser Escocia un país independiente?». Diez años después, la reivindicación de una segunda consulta al albor de la resaca del Brexit pierde fuelle, con un Partido Nacional Escocés (SNP) mermado y una sociedad que reclama la resolución de problemas más urgentes.
El movimiento secesionista se remonta a los inicios del siglo XVII para recordar los tiempos en que Escocia aún no se había aliado con Inglaterra para conformar Gran Bretaña. En 1997, un referéndum sentó las bases del Parlamento local, insuficiente para un amplio sector de la población que seguía reclamando la independencia.
Este horizonte comenzó a ser real en diciembre de 2012, cuando el entonces primer ministro británico, David Cameron, y el ministro principal escocés, Alex Salmond, firmaron un histórico pacto para sacar las urnas. Un todo o nada que marcaba un desafío sin precedentes para ambas partes.
Sin embargo, la campaña liderada por el SNP no cuajó y un 55,3 por ciento de los votantes dijeron ‘no’ a la ruptura. A partir de entonces, el Gobierno central dejó claro que no cabía repetición alguna por boca de los sucesivos inquilinos de Downing Street.
El SNP, en cambio, no tiraba la toalla y encontró su principal argumento en el Brexit. En el referéndum para la salida de Reino Unido de la UE, en junio de 2016, un 62 por ciento de los escoceses apostaron por seguir dentro del bloque, en contra del criterio inglés.
Así lo esgrimieron la sucesora de Salmond, Nicola Sturgeon, que gobernó durante casi una década, y en menor medida Humza Yousaf, ministro principal entre marzo de 2023 y mayo de 2024. El actual mandatario, John Swinney, ha recogido el testigo en el momento más convulso.
Swinney dijo a los pocos días de tomar posesión en mayo que veía factible lograr la independencia en un plazo de cinco años «porque los argumentos a favor son convincentes», pero el contexto social ya no es el mismo. Problemas como el aumento del coste de la vida son ahora prioritarios, si bien Edimburgo ha atribuido éste y otros temas a la falta de ayuda desde Londres.
El SNP, que siempre había abogado por extraer lecturas políticas de cualquier elección, prometió reactivar su campaña independentista si obtenía la mayor parte de los escaños reservados para Escocia en las elecciones generales británicas del 4 de julio. Obtuvo su peor resultado desde 2010.
Este mismo mes, en el congreso de su partido, Swinney admitió que el golpe electoral fue «increíblemente duro», pero abogó por aprender de los errores y volvió a apelar a la secesión como una meta «urgente y esencial» para el desarrollo futuro de Escocia.
RECHAZO POLÍTICO Y JUDICIAL
Las autoridades de Escocia cuentan con una hoja de ruta detallada de cómo sería el día después de la hipotética independencia, para por ejemplo especificar que elaboraría una Constitución «temporal» hasta la redacción de una definitiva, funcionaría con la actual moneda hasta introducir «en cuanto fuese posible» la libra escocesa y solicitaría el reingreso en la Unión Europea.
Sin embargo, el actual primer ministro, Keir Starmer, se ha limitado a tender puentes con el Gobierno escocés al tiempo que deja claro que no cambiará el rechazo frontal de Londres a una segunda consulta. Y sin el aval del Ejecutivo central –como ocurrió hace más de una década con Cameron–, nada puede ocurrir.
En la esfera judicial, las líneas rojas vienen marcadas por una sentencia emitida por el Tribunal Supremo británico en noviembre de 2022, según la cual el Parlamento de Escocia no puede actuar por su cuenta para convocar un referéndum jurídicamente vinculante. Dicho fallo establece que «las leyes que derivaron en la creación en 1999 del Parlamento escocés no le conceden competencias sobre áreas de la Constitución, incluida la unión entre Escocia e Inglaterra, que quedan reservadas al órgano legislativo británico».
Los sondeos tampoco juegan a favor del segundo referéndum, ya que prácticamente todos los publicados en los últimos años anticipan que, de celebrarse la votación, volvería a imponerse el ‘no’ a la secesión.
En agosto, una encuesta divulgada por ‘The Sunday Times’ situaba el rechazo a la independencia en el 48 por ciento, frente al 45 por ciento de personas que se mostraban a favor. La tasa de indecisos ronda el 7 por ciento, si bien otros estudios la elevan por encima del 10 por ciento.