El Hilado Tradicional del Esparto, una técnica ancestral que ha acompañado a las poblaciones del sudeste madrileño durante siglos, ha entrado oficialmente en el catálogo de Patrimonio Cultural Inmaterial tras su declaración como Bien de Interés Cultural (BIC). La Comunidad de Madrid rescata así la memoria de la artesanía tradicional, cuyos primeros vestigios en la región se remontan a la Edad del Cobre.
El Consejo de Gobierno de la Comunidad de Madrid dio luz verde a esta distinción en su reunión de finales de mayo y ya ha sido publicada en el Boletín Oficial (BOCM). El Ejecutivo autonómico da así un paso fundamental en la protección de un legado que, aunque mermado, sigue entrelazando la memoria colectiva y de la idiosincrasia de los madrileños.
El Hilado Tradicional de Esparto, del que se especializaron en su mayoría las mujeres, es una técnica artesanal tradicional que consiste en el trabajo de las fibras de esparto de forma manual o con la ayuda de mecanismo manuales que se aprendía a edades tempranas en el seno familiar.
A día de hoy, este oficio se mantiene vivo casi exclusivamente en manos de personas mayores, que lo reviven en talleres, demostraciones y ferias, permitiendo preservar la técnica, y también el relato de los pueblos que supieron extraer la riqueza de su paisaje. Esta fibra vegetal se extrae de dos plantas diferentes: la atocha (Stipa tenacissima) y el de albardín (Lygeum spartum), con más presencia en el sudeste de la región.
La tradición de este hilado artesanal surgió así del aprovechamiento de la abundancia de estas plantas en los cerros de la comarca de las Vegas y, especialmente, en zonas semiáridas como Colmenar de Oreja y Villarejo de Salvanés, donde todavía en el siglo XXI se mantiene la cultura del esparto.
En la primera localidad, todavía puede encontrarse un hilo de la historia del esparto en el Barrio Descaderado, donde queda en pie una lancha de machacar, en la puerta del número 8 de la calle Trascasa.
UN RECORRIDO POR LA MEMORIA DEL ESPARTO EN LA REGIÓN
Las primeras huellas documentadas de esta actividad se remontan al siglo XVIII, cuando las ‘Respuestas Generales del Catastro del Marqués de la Ensenada’ ya hablaban de sogueros de esparto en localidades como Colmenar de Oreja, Estremera, Valdaracete o Villarejo de Salvanés.
A finales de ese siglo, Eugenio Larruga daba cuenta de un gremio consolidado de esparteros en Madrid, dedicados a fabricar sogas, maromas y cuerdas de uso agrícola y doméstico.
El proceso tradicional de hilado, descrito en la ‘Encyclopedia Metódica’ de 1770, apenas ha cambiado con el tiempo: mazos de madera golpeando el esparto sobre piedras lisas para obtener hebras bastas. El gremio contaba entonces con decenas de maestros, oficiales y aprendices, y tenía su sede en la iglesia de Nuestra Señora de Atocha.
Durante el siglo XIX, se documenta la aparición de fábricas esparteras en varias localidades madrileñas, y en 1907 el Ministerio de Fomento reconocía 31 esparterías en la región. El punto álgido llegó con la creación del Servicio del Esparto (1948-1959), que impulsó su producción y controló su comercialización, recopilando datos técnicos y fomentando mejoras en el sector. En ese periodo, solo en Madrid, se procesaban más de 95 toneladas anuales de esparto.
Sin embargo, a finales de los años 50, la llegada de las fibras sintéticas, la mecanización y los cambios sociales provocaron el declive de esta industria.
EL PROCESO, HILO A HILO
El hilado tradicional del esparto es un proceso artesanal de precisión, paciencia y resistencia física. Todo comienza con la preparación de la fibra: tras ser recolectado, el esparto se machaca a golpes sobre una piedra lisa. Luego, humedecido y sujeto bajo el brazo, se van extrayendo fibras que se tuercen con las manos hasta formar un cordón llamado niñuelo.
Este hilo primario, que puede variar en grosor según la cantidad de fibras por veta, se tensa progresivamente, fijándolo entre las piernas o atándolo a una aldaba. Para proteger las manos del roce continuo, los artesanos usan una badana, una tira de cuero atada al dedo. Para el hilado manual artesanal era habitual el uso de herramientas como mazas, lanchas de machacar y aspas, entre otros utensilios.
En cuanto a la versión industrial del hilado, aún artesanal, precisaba semanas de cocción, secado y rastrillado de la fibra, para lo que se utilizaba una rueda de hilar movida por un menador. Dos hiladores, con el esparto atado al pecho, retrocedían mientras extraían la hebra, guiándola con precisión hasta alcanzar los 46 metros de una filástica. Luego, estas se entrelazaban en una segunda fase llamada corchado, produciendo el filete, base de sogas y maromas.
En el hilado industrial se empleaban en el proceso rastrillos de púas, bandas de mazos, ruedas de hilar, tornos de corchar y tornos de embobinar, así como dispositivos más simples como astas, ferretes o gabias. Con el afán de mejorar las operaciones en las que se utilizaban, entre las décadas de 1960 y 1970 se sustituyeron los rastrillos por bombos, las bandas de mazos por laminadoras, y las ruedas de hilar por máquinas hiladoras motorizadas
Los productos del hilado –niñuelos, filásticas, filetes– se almacenan trenzados a mano o con ayuda de un madejero, listos para una segunda torsión que dará lugar a sogas y maromas de varios grosores. Para ello, el maestro cordelero recurre al torno de corchar, deslizando las fibras por canaletas mientras las enrosca hasta formar una cuerda resistente.
En aquellos tiempo, no se desperdiciaba nada e incluso los restos del proceso, conocidos como borla o hachos, encontraban una nueva vida, prensados y pegados, en forma de estropajos, a veces blanqueados con azufre para mejorar su apariencia.
Es así, del golpe a la piedra al giro del torno, la forma en la que el esparto se transforma –ahora como Bien de Interés Cultural– en una hebra de historia viva, tejida por generaciones que encontraron un medio de subsistencia en el campo madrileño.